La escena es pavorosa: un autobús
arde en llamas con cincuenta niños en su interior. Por lo repentino de la aparición del fuego y la pobre capacidad
de reacción de los infantes –que tienen entre cinco y doce años- pocos escapan.
Los que saltan y libran las brasas nada pueden hacer por sus compañeros. Gritos de auxilio previos a
una explosión. Es todo. Quienes llegan al punto intentan lo irrealizable y, arriesgando su propia vida, rescatan a tres que hoy se
reportan graves pero estables.
No han pasado 24 horas del suceso
y el conductor ya responde penalmente por el homicidio. Empieza la repartición
de culpas y el penoso calvario de padres y madres que exigen respuestas, como
si de ellas emanara el milagro de la resurrección.
Claman por recibir los
diminutos cuerpos que en nada se parecen a aquellos que despidieron el domingo por la
mañana. Uno no aparece en la lista de muertos ni en la de heridos. “Se hizo polvo”,
me explica un policía de mirada perdida que estuvo en el sitio.
Toda muerte de un infante es
absurda, pero de alguna manera nos devuelve la capacidad de asombro e
indignación. Así al menos me siento: asombrado, triste, indignado.
Quisiera creer que en algún sitio
increíblemente hermoso cantan y juegan, risueños, treinta y dos ángeles
más.
Bogotá, D.C. a 19 de mayo de 2014.